Efecto trastero frente al fetichismo
Uno de mis grandes defectos es el fetichismo.
No tardaré en matizar que me refiero a la idolatría, a la veneración excesiva de ciertos objetos cotidianos, no a aquel con otras connotaciones.
Durante buena parte de mi infancia y adolescencia atesoré cosas como el juego de bolos que conservaba desde los cuatro años de edad, la miniatura del Volkswagen escarabajo rojo de la misma época y cómo no, aquella piedra cogida de la playa que me había regalado mi abuela.
Eran objetos carentes de todo valor material, pero hacían llover. Me explicaré. La humedad de las nubes se convierte en gotitas de agua o granizo siempre y cuando se encuentre con núcleos sobre los que depositarse. Polvo, arena, silicatos u hollines son buenos precursores de gotas de agua. Sin esas partículas sobre las que depositarse, el vapor de agua seguiría flotando en forma de bonitas nubes, sin jamás llover en la mayoría de los casos.
Del mismo modo, todos los objetos atesorados eran precursores de recuerdos, de viviencias, anzuelos con los que pescar en la inmaterial sustrato de la memoria.
Era consciente sin embargo de que a más cacharritos evocadores del pasado, menor era el espacio disponible para oxigenar la vida presente. ¡Menudo dilema! ¿Hago hueco al hoy rompiendo con el ayer, o me ahogo en el pasado? Una solución de compromiso ante el poco espacio disponible para la palpitante vida diaria fue meter cosas en cajas y dejarlas en un trastero, una decisión que bien podría haber tomado antes a la luz de las ventajas que he descubierto más tarde.
El beneficio inmediato, en principio dudoso, fue disponer de más sitio para poder generar nuevos fetiches, una práctica que evité sabedor de que generaba gestión futura de poco valor. El beneficio a largo plazo, que no podía entrever cuando empaqueté mi vida, fue olvidarme de las cajas.
Años más tarde, en plena mudanza, descubrí aquellas cajas cubiertas de polvo y llenas de núcleos de condensación de recuerdos. ¡Me admiraba comprobar que ignorar su existencia no me había causado ninguna crisis de indentidad! Tuve la tentación de explorar su contenido, pero consciente de que eran cajas de Pandora acabaron en la basura ignorando cuanto ellas contenían.
Durante buena parte de mi infancia y adolescencia atesoré cosas como el juego de bolos que conservaba desde los cuatro años de edad, la miniatura del Volkswagen escarabajo rojo de la misma época y cómo no, aquella piedra cogida de la playa que me había regalado mi abuela.
Eran objetos carentes de todo valor material, pero hacían llover. Me explicaré. La humedad de las nubes se convierte en gotitas de agua o granizo siempre y cuando se encuentre con núcleos sobre los que depositarse. Polvo, arena, silicatos u hollines son buenos precursores de gotas de agua. Sin esas partículas sobre las que depositarse, el vapor de agua seguiría flotando en forma de bonitas nubes, sin jamás llover en la mayoría de los casos.
Del mismo modo, todos los objetos atesorados eran precursores de recuerdos, de viviencias, anzuelos con los que pescar en la inmaterial sustrato de la memoria.
Era consciente sin embargo de que a más cacharritos evocadores del pasado, menor era el espacio disponible para oxigenar la vida presente. ¡Menudo dilema! ¿Hago hueco al hoy rompiendo con el ayer, o me ahogo en el pasado? Una solución de compromiso ante el poco espacio disponible para la palpitante vida diaria fue meter cosas en cajas y dejarlas en un trastero, una decisión que bien podría haber tomado antes a la luz de las ventajas que he descubierto más tarde.
El beneficio inmediato, en principio dudoso, fue disponer de más sitio para poder generar nuevos fetiches, una práctica que evité sabedor de que generaba gestión futura de poco valor. El beneficio a largo plazo, que no podía entrever cuando empaqueté mi vida, fue olvidarme de las cajas.
Años más tarde, en plena mudanza, descubrí aquellas cajas cubiertas de polvo y llenas de núcleos de condensación de recuerdos. ¡Me admiraba comprobar que ignorar su existencia no me había causado ninguna crisis de indentidad! Tuve la tentación de explorar su contenido, pero consciente de que eran cajas de Pandora acabaron en la basura ignorando cuanto ellas contenían.
Había descubierto, sin saberlo, el fantástico efecto trastero, consistente en deshacerse por etapas de lo inservible, conservándolo oculto en un primer momento para evitar la aversión a la irreversibilidad, y deshaciendose finalmente de todo, tan pronto queda demostrado que su ausencia es inocua.
¿Y qué tiene que ver esto con la gestión?
Utilizo asiduamente sistemas de gestión de tareas en mi PC del trabajo para asegurarme de que no se me escapa una. Anoto todo, todo todo y retodo. El objetivo es no perder de vista todos mis compromisos y asegurarme de que, tarde o temprano, rindo cuentas a quien me ha solicitado algún servicio. Objetivo noble, ¿o no?
¿Y qué tiene que ver esto con la gestión?
Utilizo asiduamente sistemas de gestión de tareas en mi PC del trabajo para asegurarme de que no se me escapa una. Anoto todo, todo todo y retodo. El objetivo es no perder de vista todos mis compromisos y asegurarme de que, tarde o temprano, rindo cuentas a quien me ha solicitado algún servicio. Objetivo noble, ¿o no?
Hace unas semanas cambié de ordenador, y pese a haber planificado cuidadosamente la migración de todo su contenido, la Ley de Murphy se manifestó perdiéndose todas las tareas anotadas.
La primera sensación fue de pánico. ¡Mis deberes! ¿Cómo iba a dar respuesta a todos los temas pendientes? Conforme pasaron los días fui sorprendido por mi memoria biológica, no sustentada en ninguna herramienta informática, que era capaz de recuperar por su propia iniciativa y con extraordinario detalle los compromisos más importantes, no así el otro 80% de deberes que se perdieron para siempre y nadie reclamó.
Me di cuenta además de que si bien había superado en el pasado el fetichismo material en mi adolescencia, me quedaba todavía por deshacerme de su versión "informativa". Este crash informático es un perfecto ejemplo el efecto e-trastero.
Me di cuenta además de que si bien había superado en el pasado el fetichismo material en mi adolescencia, me quedaba todavía por deshacerme de su versión "informativa". Este crash informático es un perfecto ejemplo el efecto e-trastero.
¿Cuánto tiempo dedicamos a la gestión de lo superfluo, a lo que no vale la pena, a lo que nos piden sin que tenga trascendencia? ¿Cuántas veces hemos oído que para saber si algo es o no importante no hay más que olvidarlo, esperando que resurja si es realmente vital? (Aunque si resulta serlo, resurgirá con fuerza, os lo aseguro).
Una forma de conseguir el beneficioso efecto trastero en la organización del trabajo es ser exquisito a la hora de asignar prioridades, ejecutando en primer lugar lo más importante, incluso por delante de lo urgente (casi siempre intrascendente).
Dejar para luego lo intrascendente somete a las tareas a las leyes de Darwin de la creación de valor. Sólo aquellos cometidos que procuran enriquecer a nuestros clientes deben ser atendidos antes. Al menos, así debe ser.
Comentarios
Podría casi decirse que el 80% de las cosas que hacemos no valen para nada XD