Cándido Santo Tomás

Cuando empecé a trabajar, estaba convencido de que las organizaciones estaban regidas por procesos y rutinas perfectamente sincronizadas, como las leyes del Universo, y que tras el Marketing fascinante de la calidad y las certificaciones industriales había relojería suiza.

Señor, qué atrevida es la ignorancia.

Los procesos son como programas informáticos, que en lugar de ejecutarse en un microchip que no tiene familia ni amigos ni ideología, se maljecutan por personas que se caracterizan por todo lo contrario. Además, el error es parte indisociable del ser humano por lo que incluso en condiciones ideales de motivación y profesionalidad, la infalibilidad es una quimera.

También hay que decir que a diferencia de las máquinas, los humanos pueden revisar y corregir en tiempo real su propio programa, lo que les permite adaptar su organización a las viscisitudes cambiantes del entorno.

Pronto aprendí, tras el shock inicial, a no creer lo que no veía, paso previo al actual que consiste en esforzarme en no creer ni lo que veo, ni en el trabajo ni en la vida en general. Y esto es así porque no son pocos los recursos y los esfuerzos que la sociedad y las personas invertimos en mostrar lo que no es, y por lo tanto, en alimentar la reacción inmunitaria de los precavidos entre los que me considero.

¿Es esto el fin? ¿Es el signo inequívoco de una falta de confianza absoluta hacia todo lo que está alrededor? Si me limitase a cultivar la incredulidad por sistema sería presa de una parálisis que me impediría hacer nada.

Existe otra alternativa compuesta de dos ingredientes:

  1. Rodearse de incrédulos escépticos que creen lo que sus compañeros creen,
  2. interesarse por todo lo que te muestran, pero pidiendo verlo desde el ángulo que no te enseñan.

Respecto del primer ingrediente, parece contradictorio ser incrédulo y creer lo que un compañero opina. Sería así siempre y cuando no estemos hablando de personas que estén dentro del círculo de confianza (como decía Robert de Niro en "Los padres de ella") y se guíen por el mismo criterio de la búsqueda de la realidad objetiva. Cuando un hecho resiste la miráda incrédula de escépticos incorregibles, podemos arriesgarnos a empezar a concederle cierto crédito.

En cuanto al segundo, ayer estuve viendo un mago haciendo trucos mentalistas fascinantes... Gracias a Dios no me dejó tocar las cartas, por lo que pude volver a casa muy tranquilo. ¡Qué susto si realmente fuese capaz de leer la mente! ¿no?

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