Ceguera colectiva

Dicen que la experiencia es un grado. A la experiencia se le puede sacar mucho partido si en vez de limitarse a verla pasar, uno la recopila, la observa, la juzga y la destripa, destilándola lentamente en el alambique de la reflexión para extraer de ella su parte más espiritosa. Es lo que intento hacer con este blog.

Entre las historias que no debo ni quiero olvidar hay una que empuja intensamente estos días para escapar de los rincones perdidos de la memoria, pues se está volviendo a repetir y su recuerdo va a permitir evitar incurrir en el mismo desastre.

Esta historia tiene que ver con el desarrollo de un producto. "Urgía ofrecer un producto barato, y que además funcionase". Esta frase es intrínsecamente diabólica, pues uno debe saber que las variables calidad-fecha-coste son mutuamente excluyentes una a dos. Es de todos sabido que:
1. Si buscamos la calidad y la fecha, no conseguiremos el coste,
2. Si buscamos la fecha y el coste, no tendremos la calidad,
3. Si buscamos la calidad y el coste, no conseguiremos la fecha.

Y la calidad, es irrenunciable.

Hasta aquí, nada nuevo. Lo que sí es digno de estudio es cómo un grupo de profesionales (entre los que yo estaba) cometió el pecado de creer que la triple combinación era posible incluso ante la evidencia de lo contrario.

El proyecto que nos ocupa tenía un objetivo de fecha y otro de coste:

Por un lado, el coste objetivo condicionaba la tecnología de diseño, y por supuesto se quería mucho invirtiendo poco.

Por otro lado , se había comprometido una fecha para crear un producto totalmente novedoso, donde había mucha más parte de investigación que de desarrollo. Dar una fecha en estas condiciones es más futurología que planificación. Si sé cuánto tiempo me cuesta recoger 10 kilos de patatas, puedo prever cuánto tardaré en cosechar 1000 kgs, pero no tendré muchos elementos de juicio para saber cuánto tardaré en esquilar 18 ovejas. No es lo mismo.
La indeterminación de la fecha crece especialmente cuando para crear algo nuevo se pone un restrictivo corsé de coste, que obliga bien a hacer encaje de bolillos (tiempo) o a innovar precipitadamente (lotería).

Dos días antes de la fecha de envío habían 500 unidades fabricadas, calentitas y palpitantes. El objetivo de coste también se había cumplido. Pero algo pasaba, porque todos los responsables nos consultábamos una y otra vez sobre el producto.

Una de las funciones principales del producto desarrollado era extraordinariamente deficiente. Haciendo una analogía con otro sector diferente al que protagoniza esta historia, estábamos ante un precioso deportivo al que no le entraban las marchas. Allí se erguía, ostentando su defecto. Y allí estábamos, todos los depositarios de capacidad de decisión, mirando de lado.

Al final le perdonamos todos los males como a quien le sale un hijo feo. ¡¿Quién no quiere a su hijo por el sólo hecho de serlo?! Nos convencimos de que un deportivo aparcado era en sí ya un gran logro, y le mandamos las 500 unidades calentitas y palpitantes al cliente.

Sin embargo, la palpitación no era precisamente de amor verdadero, sino más bien parecida a la que siente uno en un dedo cuando se da un martillazo: Habíamos entregado al cliente un montón de cajas en la fecha convenida. Ahora esperábamos facturarle el coste objetivo aun cuando lo que contenían no era el producto deseado. He aquí no una huída, sino una estampida hacia adelante.

Poco tardó el cliente, que ni era experto en diseño, ni validación, ni producción, ni control de calidad, en devolvernos las 500 vergüenzas. Entraron en casa por la misma puerta por la que habían salido días antes. Una puerta que de arco de triunfo bajo el que desfilar nuestro flamante hijo tonto sugería más bien ahora el pórtico de un merecido patíbulo.

¿Qué pasó? Todos los allí presentes teníamos la experiencia suficiente para discernir lo bueno de lo malo, pues éramos los creadores de la criatura. ¿Cómo fue posible que alguien externo pudiera tener más claro el juicio a la hora de determinar si aquello era aceptable o no?

Lo que nubló nuestra vista fue el miedo al castigo, propiciado por una atmósfera punitiva que, ante un resultado indeseable, motivaba más a escurrir el bulto que a pulsar el botón de pánico. En realidad, todos veíamos el fallo, pero no fuimos capaces de decir lo obvio. Ni siquiera había que razonar, sólo debíamos haber descrito alto y claro lo que teníamos ante los ojos.

Las empresas que deseen presumir de un alta calidad en sus productos y servicios deben observar dos elementos esenciales:
- crear la atmósfera adecuada para que los problemas tengan soluciones, no culpables.
- Además, deben evitar a toda costa poner en manos de sus clientes aquello de lo que no están orgullosos.

¿Es posible obrar de otra forma? Claro que sí, pero entonces hablar de Calidad será un atrevimiento que dificilmente quedará impune.

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